Todos en fila. Así nos quieren, del primer al último aliento. En fila en las aulas, en las cajas de los supermercados, en el curro; en fila en la carretera, frente a las ventanillas de la burocracia, en las urnas…hasta llegar a la última fila, la de las tumbas en el cementerio. Toda una existencia arrastrándonos -los músculos sólo se contraen para arrodillarse, los corazones sólo desean la mercancía- en la seguridad de una prisión.
Porque nuestras ciudades parecen prisiones, y cada espacio programado para estar vigilado, controlado, patrullado. Los habitantes son como detenidos escoltados por la explotación capitalista y esposados por las obligaciones sociales, constantemente observados por la videovigilancia; todos con la misma ilusión de evadirse consumiendo las sensaciones bien calculadas emitidas por las pantallas omnipresentes.
Esta sociedad carcelaria promete el bienestar, pero perpetua las masacres, como lo demuestran los sueños ahogados de quienes intentan entrar y los cuerpos bombardeados de quienes se revueltan a sus puertas. Quien toma la libertad de no mendigar y de trazar su propio camino, deberá enfrentarse a un ejército de políticos, magistrados, policías y periodistas.
Si en Bruselas una nueva maxi-prisión está en fase de construcción, en Atenas se impone un régimen especial a los presos combativos; si en París se coloca la primera piedra del nuevo Palacio de Justicia, en Zurich y Munich otros monstruosos Centros de Justicia y de Policía están en marcha; si los poderes se ponen de acuerdo más allá de las fronteras para aplicar estrategias contrainsurrecionales, los laboratorios de investigación y la industria de la seguridad se mueven a una velocidad superior para fabricar la paz social. Y por todas partes, desde España, pasando por Italia y Grecia, la represión se cierne sobre cualquiera acusado del crimen más intolerable: acabar con la obediencia e incitar al resto a hacer lo mismo.
Las grandes obras de la represión no reciben más que aplausos, silencios o lamentaciones. A veces éstas tropiezan con una decidida hostilidad. Es el caso, por ejemplo, de la prisión belga más grande en construcción, cuyo proyecto tiene una historia llena de acciones directas contra todos aquellos que colaboran, desde las instituciones públicas a las empresas privadas. Desde la pintura a las piedras, desde los martillos a las llamas, desde la destrucción al sabotaje, un universo de ataque que rompe todo código penal, todo cálculo político, toda complacencia con el Estado. Si los defensores del orden quieren sofocarla, es que esta sed de libertad puede volverse.
El ser humano no ha nacido para estar encerrado, la cabeza baja, esperando el permiso para vivir. Levantar la cabeza, armar el brazo y desafiar el poder: es ahí donde empieza la vida; haciendo saltar todos los barrotes.